El inmortal

Con toda probabilidad, nadie volverá a ver algo así en lo que queda de siglo. Eso como mínimo. Las generaciones de nuestros hijos, nietos y biznietos no podrán contemplar cómo una misma persona gana 14 veces el torneo tenístico de Roland Garros, uno de los cuatro más importantes (y más duros) que se celebran cada año en el planeta y que se juega en París desde 1891. Ganarlo una, dos, tres veces, está al alcance de muy pocos. Pero ganarlo 14 veces es algo que está fuera de las capacidades humanas. Eso pertenece a la estirpe de los inmortales.

Rafael Nadal fracasó este lunes en su intento de lograrlo una decimoquinta vez. Está a punto de cumplir 38 años, edad a la que poquísimos tenistas llegan en activo. En los dos últimos ha jugado apenas una docena y media de partidos, martirizado por numerosas lesiones. Salió a la pista con una voluntad indoblegable, como ha hecho toda su vida, pero le faltaban entrenamiento y precisión; y además se enfrentaba a uno de los mejores jugadores del mundo, el alemán Zverev, que mide dos metros y es diez años más joven que Nadal.

Las 15.000 personas que abarrotaban la pista Philippe Chatrier contemplaron, con el corazón encogido, cómo el rey absoluto de esa arcilla casi sacramental perdía por cuarta vez en su vida; por cuarta vez desde el primer partido que jugó allí, un 25 de mayo de hace 19 años, cuando él acababa de cumplir justamente esa edad, 19. El vencedor del partido, Zverev, se eclipsó para homenajear al vencido. En la grada, los mejores tenistas del mundo –Djokovic, Alcaraz, Świątek– aplaudían a Nadal en pie y con lágrimas en los ojos, como todos los que tuvieron el privilegio de lograr un asiento en ese trascendental encuentro y como millones de personas que lo veíamos desde casa. Él no dice ni que sí ni que no, pero todos sabemos que no volverá. Que esta ha sido la última vez. Que no habrá más victorias en Roland Garros porque, como decía el diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, “lo que no puede ser no puede ser y además es imposible”.

Se acaba poco a poco la carrera de un deportista de esos que aparecen en el mundo una vez cada 50 o 60 años. Un hombre comparable a Jesse Owens, a Emil Zátopek, a Pelé o a aquel tipo que corrió por primera vez hasta Atenas para comunicar que los griegos habían ganado la batalla a los persas en un pueblo que estaba a unos 40 kilómetros y que se llamaba Maratón. Dio la noticia y luego cayó muerto de agotamiento. Pero no murió: la historia recuerda su nombre, Filípides, como recordará siempre los de Owens, Pelé, Michael Jordan o Rafa Nadal. Esos son los inmortales.